Niños Hiper

Autor: Mta. Gustavo Gauna 

La madre de un niño de ocho años realizó una consulta en musicoterapia  ya que el   diagnóstico médico era  “hiperactividad”. La madre me mostró un recetario en el que el profesional me informaba del diagnóstico y  solicitaba una evaluación de la situación del niño.  En  la primera entrevista, la madre vino sola a hablar conmigo con la urgencia de obtener diferentes  opiniones sobre qué hacer con el tema. Esto se debía a que,  según ella había escuchado,  los niños con ese diagnóstico solían tomar medicación. A partir de su inquietud,  nuestra conversación estuvo relacionada con la vida del niño. Me contó de su carácter, de su grupo de amigos, de cómo le iba en el colegio con sus aprendizajes, de la constitución familiar, de cómo estaba organizado su tiempo diario y después  de ello quedamos en un horario para la primera entrevista con el niño. Mi objetivo en dicha aproximación era tener un panorama amplio de su conducta, para decidir después  los pasos a seguir. La madre y el padre aceptaron este enfoque.

Llegó el  día del primer encuentro con este niño con certificado de hiperactivo y a la hora convenida tocaron la puerta de mi consultorio. Al abrirla me encontré con el niño parado delante de su madre. En el primer momento me miró levantando su cabeza por una cuestión lógica de diferencia de  estatura pero pasado ese instante,  la bajó inmediatamente  y observó  los instrumentos musicales en el piso. Sin dudarlo,  y sin ingresar aún, señalando con su brazo dijo “Uy, un piano”,  y levantando la mirada  continuó “¿Puedo tocarlo?”.

Transcurrieron   más de treinta minutos de él y yo sentados frente al teclado jugando y tocando. En ese tiempo no se levantó ni una vez y no observé ningún tipo de descarga motriz en él. Esto es lo que cualquiera podría haber observado si hubiera estado ahí. Pero lo que desde el conocimiento de la musicoterapia no puede dejar de ser considerado, es que durante más de treinta minutos el niño hizo un detallado recorrido del instrumento, investigándolo desde  varios parámetros del sonido, por momentos con insistentes detalles. Fue muy interesante el uso de los silencios y las detenciones motrices con cambios tónicos, en donde a partir de los sonidos que escuchaba iba mostrando diferentes reacciones emotivas. También se detuvo en los recursos tímbricos del teclado y preguntó a qué  instrumentos representaban  los  sonidos  que surgían. En ningún momento se distrajo con nada de lo que tenía a  su alrededor a pesar de  que en el piso había varios instrumentos musicales más. En ese momento sentí internamente que el certificado de hiperactivo con el que el niño había llegado, para mí,  había caducado.

Seguramente en la visita al profesional médico, este niño habrá estado muy movedizo y habrá dado la impresión de padecer un trastorno.  Pero al ofrecerle un marco con tiempo en donde se  escuchara  su expresividad, lo que se pudo conocer  de él fue otra cosa. Este niño a partir de la aproximación diagnóstica realizada desde el ámbito de la musicoterapia, mostró otra dinámica en su expresividad. En el desarrollo del juego espontáneo el niño manifestó mucho interés por todos los objetos presentados. Una de las particularidades era que el niño tendía a ir perdiendo su interés en el juego si no era acompañado por el juego de otro. Es decir que en realidad lo que se fue notando  con el correr de los encuentros, fue que el niño podía mantener una relación estable tanto con los objetos como con las personas, en la medida en que el otro pudiera recrear las situaciones cuando sus recursos para el juego –y por ende  su  interés- decayeran.  Es decir que si no había un adulto que estuviese dispuesto a sostener su relación con los objetos o su situación de juego, él naturalmente  tendía a distraerse y comenzar un circuito en donde cada vez con mayor velocidad iba cambiando de objetos y de situaciones. Esto comúnmente se llama “picoteo” y es una conocida característica del niño hiperactivo. Este niño no tenía un cuadro de hiperactividad y obviamente no necesitaba ninguna medicación. Lo que este niño necesitaba –y fue lo que el abordaje con él después confirmó a partir de los resultados- era fortalecer sus capacidades para el juego y la actividad lúdica  para, desde allí, comenzar a lograr autonomía en su permanencia en los objetos y las relaciones interpersonales. Saltar de una cosa a otra es una conocida característica del síndrome de hiperactividad, pero no todo los chicos que lo hacen tienen  que ser, necesariamente, hiperactivos.

La diferencia entre que este niño hubiese sido medicado a que no lo fuera, dependió más de haberle brindado tiempo al devenir de su expresividad que a una gran sabiduría del adulto terapeuta.

No se  intenta descalificar ninguna herramienta disponible en el abordaje de los niños que requieran ayuda, ni siquiera el uso de determinada  medicación en un niño. A lo que se apunta es a la  responsabilidad del adulto en trabajar   todas las consideraciones necesarias  al pensar lo que el niño deberá realizar. Una cosa es entender a un niño en su compleja  realidad y de allí pensar estrategias que serán definidas en tiempo y forma; otra muy diferente es  recetar algo de una manera tan determinada que ni siquiera posee fecha, o al menos  evaluación de vencimiento. Por supuesto que hay muchos profesionales con ética y profesionalismo que actúan responsablemente pero también solemos escuchar los terapeutas que algunos niños son medicados “hasta la edad que sea necesaria”. Esta idea, plasmada como estrategia terapéutica, anula el trabajo de la familia y la subjetividad del niño. Y es notorio en los últimos tiempos cómo los padres cada vez están más preocupados por interiorizarse de estas cuestiones. ¡Bienvenido sea!

Cada niño merece ser escuchado en su integridad como individuo que convive en relaciones culturales y sociales. Son estas, precisamente, las que muchas veces lo pueden cargar con determinados roles y estereotipos.  Es importante en este punto rescatar la falta de reconocimiento de nuestra sociedad  con respecto a las conductas que genera en la infancia. No estamos escuchando responsablemente a los niños,  ya que no nos pensamos como adultos, como parte de sus decires. Seguimos simplificando lo que ellos viven y se suelen escuchar   frases como   que “al niño acelerado hay que darle actividades para que descargue”. Recuerdo una madre que me comentaba que su hijo iba al colegio, llegaba al mediodía y lo mandaba a fútbol, después a karate, después salía a jugar a la plaza y que a la noche no lo podía parar. “Me agota, ya no podemos vivir”. La  continua actividad lo aceleraba más aún. No es una cuestión de descargar energía, es cuestión de coincidir con sus tiempos en primera instancia, para incluir luego la pausa y construir juntos  modos de  hacer,  de detenernos y de escucharnos.

En mi experiencia –que es similar a la de otros colegas- es improbable que ante un niño que presenta un cuadro  idéntico o similar al descripto sobre hiperactividad, una propuesta farmacológica, terapéutica, deportiva o educativa por sí sola sea efectiva para organizar su rutina familiar y a la vez disipar las dificultades en la convivencia. Seguramente sería mejor, para que no se vean afectados otros  ámbitos, pensar desde un abordaje que abarque todas variables de la subjetividad del niño y fortalezca la calidad de vida de él y de su familia. Si un niño tiene  dificultades en el reconocimiento de los límites y ante el “no” llora, grita y se tira al piso, seguramente lo más sano para todos sea observar la situación general del niño y de su entorno: ¿qué estaban haciendo los presentes?, ¿qué participación tenía él y a qué niveles de estímulo estaba expuesto?, ¿había alguna necesidad de él no satisfecha?, por dar algunos de los ejemplos posibles. Si estamos definiendo a un niño con un cuadro de un trastorno, lo lógico y ético es pensar siempre que lo que le propongamos esté en el ámbito de un crecimiento interno y no de un factor externo que  sólo piense en inhibir conductas  y libere al ámbito social de toda responsabilidad. O sea, un niño quizás necesite tomar una medicación, pero eso no puede significar  una definición social y familiar que lo estigmatice como que al ser él  el que está acelerado, sea él el que está enfermo. Los niños acelerados, que no paran, no entienden límites, no aceptan el no, son también consecuencia de una causalidad  compleja. Solucionar todo con “una pastillita” es liberar a esa causalidad de toda responsabilidad.

Los niños que inexorablemente  despliegan su cuerpo en movimiento y  sus sonidos en el espacio,   solo piensan en lo inmediato y se rigen por un principio de placer. Y a no dudarlo, así debe ser. Nunca van a pensar en función de límites, o sea de tiempos que terminan, de espacios cerrados o de quedarse quietos  cuando lo que quieren es moverse. Esto no significa que no los necesiten, sino  que uno de los factores que definen al crecimiento, precisamente, es aprender a comprender y manejar los  tiempos propios. Los tiempos del juego libre y espontáneo en la infancia  preparan los futuros  tiempos del estudio y el trabajo.

Gran porcentaje de los niños diagnosticados como hiperactivos están expuestos a  una cultura hiperactiva que, con total falta de autocrítica, ha formateado una vida hiper y a full para después calificar a los niños “hiper y a full” como enfermos. Obviamente que el niño que no atiende en la escuela, que no para en la casa o que le cuesta diferenciar las sutilezas en las percepciones, necesita ayuda. Es evidente que muchos de los niños diagnosticados con TDAH, tienen problemas de convivencia y de aprendizaje. Pero mayores van a ser sus problemas si nosotros continuamos avivando todo lo que estimula indiscriminadamente y no los cuidamos  de los primeros estímulos que nosotros, como cultura  y sociedad, les proponemos cotidianamente.

Aún así y a pesar de todo, las sutilezas siguen disponibles  desde la infancia. Como lo vivido con un niño que cuando lo conocí no paraba de moverse  y saltaba por todos lados. Al pedirme un juguete, se daba la situación de que antes de dárselo ya lo había olvidado y  me pedía otro y otro. Sumado a eso, tenía constantes internaciones por distintos problemas de salud, a veces cercanos a situaciones críticas.  Este niño, al ir mejorando en un tiempo de trabajo muy cambiante, fue pasando del tirar todo a sentarse a jugar. Y desde entonces muchas cosas se fueron modificando. La que recuerdo con mayor cariño y regocijo fue cuando un día, al estar uno  frente al otro  jugando con un bombo, deteniéndose hizo silencio repentinamente  y  mirándome a los ojos me dijo “¿vos a mí me querés mucho, no?”.  De no parar, de tocar y dejar todo,  a proponer una sutileza de esta magnitud, solo se puede pasar si  los recursos del niño –expresivos, comunicativos y vinculares- han sido considerados por el adulto.

El llamado niño hiperactivo llega a ese lugar por la integración de variadas vivencias y  circunstancias y es  desde allí  que debemos comprender su conducta. Ese trabajo debe ser el compromiso del mundo de los adultos. Salir de la hiperactividad como sinceramiento social  es un aprendizaje que debemos transitar  los adultos junto  con los niños.