Los núcleos de salud

Autor: Gustavo Gauna
Extracto del Capitulo Dos, del libro “Diagnostico y abordaje musicoterapeutico en la infancia y la niñez”.

La musicoterapia plantea a nuestro entender, una propuesta terapéutica que valora en la clínica a la expresión como dirección de la cura. La apertura expresiva sin pautas ni reinterpretaciones y con un terapeuta puesto en juego con la mínima distancia corporal, moviliza al paciente en sus modos de comunicación. Éste se convierte con el devenir terapéutico en un modelo estructurante para el paciente, en dirección de la salud mental. Así surge como imprescindible aclarar nuestra postura en relación a que la musicoterapia, cualquier sea el ámbito en que trabaje, siempre es una terapia en salud mental. Los tratamientos en deficiencia mental, en trastornos motores y/o sensoriales, en problemas de aprendizaje y otros, independientemente de recuperar aspectos o funciones específicas, siempre aportan a la terapéutica en salud mental por dos razones:

Primero, porque una comprometida concepción de la musicoterapia, siempre entiende al paciente en totalidad, y en ese sentido tiende a trabajar por el bienestar del ser humano, incluyendo todos sus conflictos y todos sus aspectos bien constituidos.

Segundo, porque no hay musicoterapia si no hay relación transferencial que la sustente a partir de un compromiso del musicoterapeuta; de historia personal, de cuerpo, de sonido y de propia salud, que plantee como condición primordial un sano “modo relacional”, base de cualquier proceso en salud mental.

Descubrir los caminos para estructurar un modo sano de relación con el paciente, es la gran habilidad del musicoterapeuta. En terapia, como en música, los contenidos se significan en relación a la vivencia de lo anterior y a la fantasía en devenir. Cuando un sonido o un silencio vuelve a escena por segunda o tercera vez, lo hace con un significado diferente de la primera, siendo una manera más que pertinente de abrirnos la percepción sobre lo que escuchamos.

Nos detenernos entonces en dos conceptos: la emoción y la representación. Recurriremos entonces a las siguientes afirmaciones de Henri Wallon.

“Las emociones, esencialmente función de expresión, función plástica, son una formación de origen postural y tienen por material el tono muscular. Su diversidad está ligada a la hiper o a la hipotensión del tono, a su libre afluencia en gesto o en acciones o a su acumulación sin salida y a su utilización en el lugar por espasmos (…) La significación de la emoción es esencialmente psíquica; no puede explicarse más que como un medio de acción y un proceder del comportamiento. Es un sin sentido querer distinguir de sus reacciones orgánicas la sensibilidad y los motivos que le son propios, para hacer de estos un simple epifenómeno, una repercusión secundaria”.

“En el otro extremo, las emociones se relacionan con las representaciones, que pueden servir para definir los motivos o su objeto. Pero si las representaciones, en lugar de ser suscitadas por los movimientos y las necesidades de la emoción, siguen su propio curso y llegan a ser las reguladoras o las estimuladoras de la actividad psíquica, las reacciones, sin las cuales no hay emociones, se borran. Entre el espasmo y la imagen puede haber encuentro, pero debe haber reducción de una de las dos por la otra”

Uno de los fundamentos de los desarrollos musicoterapéuticos, es que en base a la emoción surge la representación como una distancia afectiva y psíquica. Sobre el modo de este pasaje (de la emoción a la representación), se constituye la personalidad expresiva. La personalidad expresiva es aquella característica particular, personal, definida, que cada sujeto posee y utiliza consciente o inconcientemente, como modo de expresión y comunicación, ésta denota las estructuras psíquicas, en un muestrario de las posibilidades e imposibilidades individuales.

En un concepto más amplio, también podríamos definir a la personalidad expresiva, como “el conjunto de permanencias en la expresividad del paciente”, que constituye un modo identificable y diferenciado de relación con el afuera, incluyendo tanto a los objetos como a los sujetos, y que es representación de los objetos internos del paciente. Su constitución se remonta a las primeras reacciones suscitadas por los objetos en el niño. Estas reacciones emotivas van generando nuevas y permanentes búsquedas sensoriales que por sus efectos – gratificaciones y frustraciones- van constituyendo un modo relacional.

Así, en la génesis del acto motor el niño va creando “modos de expresión” en la medida que va estabilizando permanencias en los “modos de acción” con los objetos. Estos modos de acción se van estableciendo como “modos estructurales” sobre los cuales se vivencia la relación con el afuera.

Establecido este circuito, todos aquellos nuevos intercambios de actos y sus consecuentes sensaciones, irán ampliando y enriqueciendo estos modos de acción y servirán de variantes concretas para la salud la propia expresividad. Cada variante creará un espacio nuevo; de diferencia, de contraste, de amplitud expresiva y en este sentido ese espacio se cargará de representación.

Son, justamente, las representaciones las que sustentan la expresividad y por aquellas, ésta lograra su permanencia. Esta permanencia se estructura en un tempo, e incluye todas aquellas variables propias del lenguaje musical: duraciones, texturas, cadencias, alturas, y pausas entre otras. Por estas razones, cada individuo posee su particularidad expresiva, que lejos de ser solamente la manera en que el sujeto se expresa, llega a ser un modo de reflejar la constitución de su personalidad.
Las representaciones, pensadas para la musicoterapia como la distancia entre dos emociones, establecen asociaciones y permanencias. Ya sea por la estabilidad de esta dinámica o por la imposibilidad de la misma, se interpreta desde la musicoterapia esta “personalidad expresiva”. Absolutamente todos los procesos de musicoterapia tienen como objetivo ir enriqueciendo esta personalidad expresiva y la búsqueda de su movilidad es a nuestro entender fundamento de la dinámica musicoterapéutica.
El musicoterapeuta debe aprehender el modelo esta dinámica expresiva del paciente ya que este es el código sobre el cual se integran los recorridos expresivos-comunicativos.

Rescatamos para la musicoterapia, el inmenso espacio que ocupan todas las asociaciones sonoras con el mundo simbólico del ser humano.

Rescatamos para la musicoterapia, la potencia como este espacio como generador de procesos para la salud: espacio de los núcleos de salud.

En la patología los núcleos enfermos van cercenando las variables de esta personalidad expresiva y van debilitando sus modos y representaciones. El proceso musicoterapéutico tiene como uno de sus objetivos fundamentales, movilizar la emotividad del paciente –partiendo de lo sonoro–corporal– y ofrecer la posibilidad de lo representativo -partiendo de las variables sobre el tema ofrecidas por el musicoterapeuta-.

Por eso es que la musicoterapia plantea un despliegue no sólo de contenidos psíquicos, si no también el despliegue de un recorrido abierto: corporal, sonoro, rítmico, musical, que se estructura entre el paciente y el musicoterapeuta como un lenguaje que por medio de la expresividad del primero y creatividad del segundo se puede interpretar en dirección de la salud. (Este es otro acercamiento al que estudiaremos como material -mensaje).

En este recorrido se definen las posibilidades del paciente y del musicoterapeuta y aquí también los contenidos psíquicos no son sólo espejo de un marco teórico sino también elementos estructurantes de una historia vivenciada sonora y corporalmente.
Entonces no habla quien carece de interlocutor. Frecuentemente, el caso que encierra al enfermo mental en el mutismo, mas allá de su propio impedimento mórbido, trata acerca de la ausencia de una actitud de escucha, que juega un doble papel en relación a el:

Estructurar una vía comunicativa con el otro,
Atenderse y estructurarse en el proceso de formulación expresiva.

Lo mismo que en el proceso de adquisición del lenguaje, escucharse, es la vía de objetivación por la cual el niño que se escucha a sí mismo, se capta desde afuera y por lo tanto, es capaz de ajustar cada vez mejor una expresión en la que encontrarse reflejado. Dicha expresión, sin embargo, se debe también a la presencia de otro en quien “suscitar”. Así, desde el puro escalón de la expresión emocional se comienza a desarrollar un progresivo despliegue de actitudes que involucran el esfuerzo intelectual y las lógicas estructurantes de un discurso que, desde su inicio, apunta al propio reflejo y, en este sentido, a la propia salud y bienestar.

El “material–mensaje” que entrega el paciente se brinda en esta misma calidad tanto para el paciente mismo cuanto para el terapeuta que es este caso su “auditorio apropiado”, en condiciones de pasar a la “acción terapéutica apropiada”.

Es función de este ultimo registrar, describir, y descubrir líneas internas que resulten vías de acceso desde fuera por ese mismo puente que le es tendido desde el paciente, a eso nos referimos cuando hablamos de depositar cargas emotivas en estos materiales que, en tanto fruto del diálogo no sólo permiten sino que solicitan ser cargados efectivamente en su calidad de vehículos entre uno y otro individuo. Así comienza la construcción de un espacio que progresivamente deberá ser compartido, la confección de un código del cual encuentren su signo las cuestiones no formulables hasta allí y encuentren los signos de homologación con códigos cada vez más amplios y significativos, que transciendan el marco que puede a la postre resultar estéril si se plantea sólo entre paciente y terapeuta. Y esto se fundamenta en la realidad propia de la música.

En el ser humano, lo motriz, lo emotivo, lo cognitivo y lo simbólico se integran permanentemente en las cualidades perceptivas del sonido y de la música. Es por eso que la música en las manos de un profesional musicoterapeuta, es una realidad global que tiende a que los diferentes aspectos del hombre se integren en una asociación en donde cada contenido humano se acerca al perfil de lo vivenciado, de lo expresado, al perfil de lo sano reconociéndose en su realidad social. El hombre vive y es en su sociedad. El castigo del destierro puede obviar el más simple aspecto físico en la lejanía para concretarlo en la interrupción de códigos en común para llevar a cabo el aislamiento in situ de un miembro de la sociedad. Esto es, en gran medida, lo que ocurre con los que sufren algún tipo de enfermedad o deterioro mental en nuestra sociedad. El rasgo anómalo tiende a expandirse a toda la persona, “contaminándola”, y haciendo un “otro” no–persona, de modo que hasta su misma humanidad resulta dudosa. Y, en consecuencia, se cierran caminos comunes por donde transita la humanidad de sanos y enfermos. Es lo que podríamos sintetizar como “ausencia de fe en la existencia de núcleos de salud”; así cortadas la líneas aún eficaces para la intercomunicación de ese miembro con su grupo, procede el aislamiento y la enajenación en un sentido estricto: el paciente comienza siendo ajeno a sí mismo por ausencia del componente complementario de lo humano: otro humano.
Nunca el tema de escuchar al otro pudo estar más definido que en el caso de la musicoterapia. Muchas líneas terapéuticas han colocado al terapeuta en diferentes actitudes y acciones. La musicoterapia plantea un encuentro de cuerpo, espacio, sonido y vivencias en donde el “otro” humano es para el paciente un otro dispuesto a compartir sonora y corporalmente su historia, reservándose lo intelectual para la dirección de las acciones terapéuticas. La musicoterapia tiene este planteo para el paciente en relación a una construcción vincular activa desde su expresividad complementando al sonido y al cuerpo del paciente, brindando un abanico de posibilidades (variables), que van desde el silencio de una escucha hasta la sonorización y contacto corporal dentro de un proceso de significación o resignificación.

Es así que este concierto terapéutico, paciente y terapeuta buscarán cómo exceder los materiales y contenidos que hasta hoy se vinieron dando como apropiados, hasta volcarse –del mismo modo que en la música– en diferentes sonidos que constituyen una representación del discurso psíquico, siempre y cuando se vuelquen sus notas en una historia y siempre y cuando haya quien tome nota de lo ejecutado.

He ahí el musicoterapeuta, he ahí la vía para que el propio paciente confíe en sus núcleos de salud. En principio tomando notas de que están. Luego reparando en que posiblemente integren un sistema que esta pugnando por decir algo más.

De un modo similar una posición fenomenológica en la hermenéutica etnográfica busca dilucidar los mensajes de un “Otro” cultural en función de los símbolos y materiales que él mismo y su propia cultura brindan. En este sentido la sistematicidad y reiteración de ciertos rasgos irán dando la pauta de qué cuestiones pueden percibirse como “estructurales” y cuáles no. Nada en síntesis puede ser tomado como obvio o sobreentendido. Nada dice “solamente eso”. Ese exceso significativo que aporta un paciente o un informante de una cultura depende estrictamente de un análisis de contexto, donde en una importante medida tiene cabida la reflexión y perspectivas de quien nos brinda este material que pretende analizarse tautegóricamente, es decir, en función de las propias verdades de las que es portador. Luego llegará el momento de considerar su reductividad a marcos teóricos metodológicos de mayor generalidad, desde donde nuevos aportes permitirán esclarecerlo y analizarlo en diversos niveles.

De modo similar en ambos casos partiremos de la idea de que cada material–mensaje que se registra es un original, más que versiones de un original “primigenio” teóricamente determinado. Discursos similares dicen cosas diferentes. El relator recrea su relato cada vez, diciendo cosas diferentes acerca de lo mismo. Procede la reinterpretación, donde cada escucha es a la vez diferente. En esta capacidad de reconocer el parentesco de los discursos, en la originalidad de cada uno radica el núcleo de una actividad terapéutica que parte de la idea de que los discursos motrices, verbales, musicales y gestuales no se generan y conservan porque sí, sino más bien, lo mismo que la vigencia de un mito, porque siguen diciendo lo mismo de antes sin inhibir la concreta probabilidad de decir cada vez algo más y tan importante, por lo menos como aquello.

Esto supone, por otra parte, la inserción de una realidad dinámica de estudio y trabajo terapéutico. Una permanente actitud heurística, de búsqueda de datos y una permanente actitud hermenéutica, que en su análisis interpretativo sepa dar cabida a cada nuevo dato que se registra y se confronta con lo anterior.

Retomando algo que se decía antes: como paciente, puedo tener enormes dificultades para trasmitir qué experimento, qué pienso, qué siento. Pero éstas no anulan mi vivencia, mi pensamiento ni mi sentimiento como tales. Antes bien, cabe suponer que vivo bajo la conflictiva presión de ellos y en un grado superlativo de incomunicabilidad de los mismos. ¿Cómo objetivarme así? ¿Cómo volverme fuera de mí para observarme y saberme con otros? ¿Cómo, por mis dificultades? ¿Cómo por la sorda ceguera de los otros “que nada esperan” de mi?

Este es el lugar de la musicoterapia, que abre los espacios para que surjan aquellos sonidos faltantes en la historia del paciente, aquellos sonidos que él, aunque sea inconscientemente, necesita escuchar. Así interpretamos a la musicoterapia, como un proceso de redescubrimiento y afianzamiento de los núcleos de salud.

Justamente, la salud es un estado en gran medida determinado por las variables culturales y sociales y desde pequeño el ser humano se estructura en base a las respuestas que su medio le brinda, medio que además define el patrón de lo sano. Así como en la relación madre–feto los ritmos y ciclos estructuran funciones, incluidas las psíquicas, la posterior conducta sana del individuo (independientemente del contexto social) se relaciona con su capacidad de mantenerse estable en el tiempo de sus representaciones y actividades en general.

En la patología, las representaciones están aisladas, en un psiquismo que no encuentra sus límites fundantes. Pero la música como realidad que integra las diferentes instancias de lo humano, puede asociar estos sonidos, gestos y palabras a un sistema de referentes que tiende a organizar estas representaciones en una estructuración que debe ser sustentada por el musicoterapeuta.

Es este un lugar de elección personal para los terapeutas en general. Definir el tratamiento desde el lugar de lo enfermo, o desde el lugar de lo que aún está sano. Definir las acciones en el primer caso, a partir de la definición de necesidades en una patología ya determinada por el saber científico o, por otro lado, permitir el desarrollo de un proceso expresivo, en donde el terapeuta confié en que los núcleos de salud van a tender a “asociarse”, a “relacionarse”, dándole a la persona un nuevo sentido, acercándose a los objetos internos que ya han perdido el significado o nunca se pudieron significar.

Con todo, el terapeuta tendrá ante sí –en principio- una vía unipersonal de acceso: él es quien ha logrado tener un puente de acceso y a él es quien el paciente ve y a quien se dirige desde el otro extremo. Es este el contexto inicial de la construcción del vínculo y los resultados comunicativos crecientes irán dando a ambos la pauta de que este material–mensaje puede convertirse cada vez más en una intencionalidad que el otro marca; en un mensaje para un universo relacional mayor. Así se señala concurrentemente el principio expansivo que, desde la afirmación de núcleos de salud peculiares, puede “contagiar” sanando experiencias habidas, conductas y procesos emotivos, reflexivos ideológicos cuyo foco se encuentra precisamente en su encuadre “enfermo” y “anómalo”. Se trata de un cambio de enfoque en el que el paciente no es ya “poseído” por su enfermedad, sino que debe ser el primero en percibir que hay ámbitos sanos y enfermos que coexisten, pudiendo los primeros reducir sustancialmente los espacios que inopinadamente han tomado los segundos como propios.

¿En que consiste entonces un núcleo de salud?
Digamos en principio que se trata de “la capacidad de otorgar un sentido a lo propio”, siendo esto un proceso permanente en el hombre, proceso al cual la naturaleza humana siempre lo acerca. De ahí su carácter dinámico y expansivo, puesto que a partir del descubrimiento del sentido se inicia un proceso bidireccional:

– prospectivo desde que alguien, esperanzadamente el terapeuta, sospecha que algo aflora y ayuda a construirlo por la vía del desarrollo expresivo y la comunicación. En su construcción las cosas los gestos, los actos dejan de ser sólo eso en función de su nuevo marco de significación. Y éste es un proceso en continuo movimiento, en búsqueda y pérdida de equilibro procurando fijar un basamento desde donde partir cada vez, desde donde lo nuevo se haga comprensible.-
– pero también lo viejo debe someterse al mismo juego simbólico que comienza y es por eso que hablamos de una dirección retrospectiva, donde numerosos signos del pasado se habrán de relocalizar, cambiarán su status relativo por las significaciones adquiridas ahora, insertas en movimiento y como tales pasibles de desestabilizarse una y otra vez. Y, por lo mismo, de equilibrarse cada vez más acertadamente según el criterio de lo saludable del individuo mismo.

Interesa, sin embargo, destacar que lo que se logra es “quebrar” la inmovilidad existencial del paciente. Difícilmente se sustrae el hombre de la vida, si ésta le ofrece una posibilidad de moldear su parte en ella. Es en este accionar sobre la realidad que se moldea cada individuo y tal proceso opera, básicamente, por la concreción de sentidos que la persona produce a su vez.

En el marco que nos interesa, entonces, el núcleo de salud:
– se vive como existente
– se reconoce comunicándose
– se despliega concretándose en el accionar del sujeto en el mundo

El primer y último tema son vitales en la lectura terapéutica; el segundo y último son especialmente fundamentales en la cura, puesto que supone que el paciente “vea” su producción fuera de sí, que es verse a sí mismo –tal como se experimenta– en otros individuos y sujetos.

Así interpretamos lo que hemos denominado “núcleo de salud” y lo consideramos un concepto eficaz para la práctica de la musicoterapia. Estos núcleos pueden estar más activos o más inmovilizados pero existen aún en la patología más severa. La musicoterapia ofrece a estos núcleos de salud, la “acción expresiva”. Gracias a ésta, se plantea en un conjunto, lo que se denomina el registro del discurso sonoro del otro y la devolución terapéutica. El lenguaje sonoro facilita un roce y permanencia cerca de las razones más primitivas de la expresividad del paciente. Desde allí, el musicoterapeuta con su particularidad expresiva tomará el tempo del paciente e irá ofreciendo variables de las emociones y representaciones puestas en juego, dinámica ésta que tiende hacia la salud.

Visualizamos al núcleo de salud como un espacio cargado de potencialidades, imposibilitadas de ordenarse en un tempo y que necesitan del acoplamiento de otro, para abrir su expresividad. La musicoterapia rescata así su carácter dinámico y el musicoterapeuta debe realizar un recorrido estimulante para todos aquellos contenidos de salud proponiendo un reordenamiento en base a su propia expresividad. Por esto la musicoterapia es tanto lectura como acción y como hemos dicho, estos dos elementos conforman un conjunto.

Estos son:
– que las percepciones de lo que el niño “observa” de sí mismo, se realiza en el marco de la “percepción sonora-corporal”, es decir que no media la palabra como principal interlocutor para el paciente. En este punto veremos en las diferentes exposiciones de casos clínicos, como el material–mensaje constituyó el lenguaje, y que no fue la palabra el sustento de este proceso sino el sonido y el cuerpo del musicoterapeuta.
– cuando las posibilidades expresivas de los niños se ven bloqueadas el sonido y la música pueden crear un espacio de representación, en donde las capacidades de asociación de dichas representaciones, se ven favorecidas.

Así cuando el musicoterapeuta ofrece su cuerpo y su sonido, un vínculo particular sustenta la relación terapéutica y ofrece el espacio para que los objetos internos del paciente encuentren la posibilidad de expresión, con la convicción de que su expresión va a ser recibida y / o compartida activamente por el musicoterapeuta.

Era Danza una niña de ocho años, que los padres trajeron a consulta por serios problemas en la organización de sus ideas y también dificultades en la expresión verbal y los aprendizajes. La niña estaba asistiendo a segundo grado de la escuela común y a tratamientos fonoaudiológicos y psicopedagógicos y los padres se presentaron en calidad de interconsulta.

La propuesta fue realizar una aproximación diagnóstica en tres sesiones y una entrevista de devolución con los padres.

La primera particularidad que se observó en Danza, fue su imposibilidad de establecer límites, tanto con los objetos –objetos sonoros, gritos y risas– como con sus movimientos corporales. Había poca permanencia y juegos, con mucha distracción. Una de las profesionales que la atendían había comentado acerca de su dificultad para recordar y, sobretodo, para organizar secuencias verbales.

En la primera entrevista, realizó un despliegue desmedido de material, que provocó pocas posibilidades de buscar variantes. Así, los objetos sonoros fueron apenas utilizados para pasar luego a ser olvidados. El centro de la segunda sesión fue un cuento, al cual incorporé una canción acompañada de gestos e instrumentos musicales. Sobre esta actividad planteada por mi, Danza mantuvo mejor la atención y ordenó algunas de sus conductas, que oscilaron sobre todo dentro del campo de la imitación pero no de la creación personal. Para la tercera sesión decidí solicitar la presencia de su madre, con el doble objetivo de, por un lado, observar cómo los modos comunicacionales que Danza había empleado conmigo se modificaban ante la presencia de la madre y, por otro, observar la reacción de la madre ante las conductas desplegadas por la niña en la sesión.

Durante la misma, mi primera propuesta fue sonora, al tomar la guitarra y traer la melodía de la canción. Ella inmediatamente quiso comenzar a contarle el argumento a su madre, empezando a nombrar partes salteadas desordenadamente. Ante mi permanencia en la actitud de cantar la canción, la niña dejó de hablar y comenzó un poco a cantarla, otro poco a tararearla. Su actitud corporal se modificó, poniéndose frente a mí y buscando con la mirada la reacción de la madre ante su nueva conducta.

En ese momento busqué con la mirada el pizarrón del consultorio y ella inmediatamente se levantó a dibujar la escena principal del cuento, que justamente concordaba con lo que se estaba cantando en ese momento. Todo el material del dibujo fue creado por ella, ya que la sesión anterior no se había dibujado nada y ella posteriormente, por su propia iniciativa, escribió los nombres correspondientes de los distintos personajes.
La madre comentó después, que para estos días su cambio en la escuela había sido importante desde el punto de vista de la atención en la clase y de la posibilidad de asociar ideas.

Si bien estamos en una situación diagnóstica y no sería prudente hablar estrictamente de situaciones terapéuticas, es claro que el material sonoro con la presencia de un musicoterapeuta, tuvo una doble capacidad:

– por un lado, ordenó conductas expresivas teniendo en cuenta inclusive, su falta de límite;
– por otro lado, integró pensamientos que permitieron estructurar otras variantes expresivas (plásticas, sonoras, corporales, escritas), llegando inclusive a modificar positivamente conductas en el afuera, por ejemplo en la escuela

Quizás lo más interesante de este relato sea el hacer notar como lo sonoro-musical, inclusive en una situación diagnóstica, plantea situaciones como las mencionadas:
– La de constituir un lenguaje.
– La de asociar diferentes percepciones.

¿Cuán primitiva es la constitución sonoro–corporal en la psiquis humana para que los procesos rítmicos, sonoros y musicales, actúen como catalizadores y faciliten la asociación de las representaciones?

¿Qué mensajes claros y que codificación espontánea utiliza este lenguaje para provocar respuestas tan rápidas y efectivas, que tienden naturalmente a la salud?
¿Qué relación existe entre lo sonoro–musical y estos núcleos de salud, para que la música haya sido elegida por el hombre a lo largo de la historia, como espacio de catarsis y salud comunitaria?

Quizás las respuestas a todas estas preguntas surjan de la simple, concreta e ingenua realidad de saber que toda la vida comienza por el movimiento, que la función rítmica de este es permanente, y que los procesos de salud a nivel del ser humano “vibran por simpatía” con los principios del fenómeno sonoro–corporal, estructurando dentro de nuestra corporeidad. Esta vibración por simpatía refiere directamente a la operatoria de la eficacia simbólica, que traduce o es capaz de traducir en diferentes planos el mismo mensaje, de modo estructural.

Entendemos por “Núcleo de salud” a aquella capacidad de otorgar un “sentido a lo propio”, capacidad que en el plano de la musicoterapia se construye a partir de un vínculo estético y activo entre el niño y musicoterapeuta. Es la capacidad por medio de la “acción expresiva” de “quebrar” la inmovilidad que acoge a toda situación de enfermedad o falta de salud. En la situación de los infantes y/o niños reconocemos aún más fuertemente esta “capacidad para la salud”, propia de la plasticidad emotiva y expresiva que los niños espontáneamente sustentan.

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